Madrid, 21 de febrero de 2024
Hace unos años, durante una conversación con un indígena aimara en el Altiplano boliviano, hablamos sobre los diferentes idiomas que manejaba en su vida diaria. Tras sus explicaciones, un tanto confusas, le pregunté si el aimara era su lengua materna y me respondió «No, Señora, no hablo lengua materna».
¿A qué nos referimos realmente cuando hablamos de «lengua materna»? Según diferentes fuentes, el término latín de «lingua materna» se empezó a utilizar en el siglo XII para diferenciarlo del latín, la lengua culta de aquel entonces. La lengua materna era la que se transmitía por el contacto con la madre sin procesos de aprendizaje. Muchos siglos más tarde, la ciencia ha investigado el papel de la madre en la transmisión de una lengua a sus hijos. Se ha demostrado que la lengua de la madre es la que percibe con mayor intensidad un feto a partir de la semana 23 de gestación, y que los recién nacidos ya saben distinguir entre la lengua materna y otras lenguas. Un niño, incluso antes de empezar a hablar, aprende a pensar y a estructurar sus pensamientos en esa lengua, lo que influye en el desarrollo de conexiones axonales de la sustancia blanca en el cerebro que se adaptan a las estructuras y dificultades de la lengua materna.
Sin embargo, ni siquiera el propio término de «lengua materna» es común para todos. Aunque en la mayoría de los idiomas, por muy diferentes que sean, se mantiene la noción de «lengua de la madre»: langue maternelle (francés), Muttersprache (alemán), anyanyelv (húngaro), ama-hizkuntza (euskera), اللغة الأم (árabe), שפת אם (hebreo), 母语 (chino), زبان مادری (farsi), también hay excepciones. Por ejemplo, en polaco se utiliza «język ojczysty» que significa literalmente «lengua paterna», en búlgaro роден език («lengua de origen») o en japonés 国語 («idioma del país»), por mencionar solo algunas.
Si trasladamos esos aspectos al campo de la lingüística, nos encontramos con la teoría de Wilhelm von Humboldt según la cual «el lenguaje es el órgano formador del pensamiento». Por lo tanto, nuestra identidad individual se vería marcada por nuestra lengua (materna) ya que transmite una «cosmovisión particular». Para el lingüista americano Noam Chomsky, el «órgano del lenguaje» se adapta a la estructura de nuestra lengua materna, lo que explicaría, por ejemplo, que niños sordos puedan aprender un idioma.
En la actualidad, las diferentes lenguas (maternas) o identidades lingüísticas han de convivir con el inglés como lengua universal y, al mismo tiempo, muchas de ellas han de luchar por su supervivencia frente a las lenguas nacionales u oficiales. Según la ONU, cada dos semanas desaparece una lengua en el mundo. Y con ello, una identidad y una cultura. Existen también muchos ejemplos en los que las madres (y padres) han preferido no hablar ni transmitir a sus hijos su lengua materna por temor a discriminación o exclusión social.
Actualmente hay un debate sobre la conveniencia de seguir hablando de «lengua materna» ya que, por un lado, puede parecer anticuado y, por el otro, existen cada vez más modelos de multilingüismo en los que dominan las lenguas del entorno, en detrimento de la lengua de la madre propiamente dicha. Por ello, ya se utiliza desde hace varios años el término de primera lengua (L1).
Nuestra misión como intérpretes es facilitar el entendimiento entre personas de diferentes lenguas, culturas e identidades. Defendemos la diversidad lingüística y cultural en un mundo cada vez más globalizado, haciendo posible, con ello, aquella frase de Nelson Mandela: «Si hablas a una persona en una lengua que entiende, las palabras irán a su cabeza. Si le hablas en su propia lengua, las palabras irán a su corazón».
Autora: Claudia Müller, miembro de AICE